Nació el 14 de agosto de 1918, en la casa de la estación ferroviaria de Cerrillos, donde su padre, Ricardo Anselmo, era jefe.
Sin terminar el Colegio Salesiano se cuenta que tuvo que repetir tres veces primer año y, ya encandilado por el hábito de escribir versos, a los 18 años entró a trabajar en El Intransigente, el diario fundado en 1920 por David Michel Torino. En esa redacción compartiría 35 años con otros grandes de las letras salteñas como Raúl Aráoz Anzoátegui, Miguel Ángel Pérez, Walter Adet y Jacobo Regen. Comenzó pasando listas de farmacias de turno, hasta llegar a ser uno de sus más refinados columnistas. También trabajó como titiritero, primero con Jaime Dávalos y luego con Carlos “Pajita” García Bes. Se casó con María Catalina Raspa, con quien tuvo dos hijos, Leopoldo (Teuco) y Gabriel (Huayra).
De solo estar (1957), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970), Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977) y Cuatro carnavales (1979) completan una obra poética que entre otros galardones mereció en 1973 el Primer Premio Nacional de Poesía y el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Ese mismo año, la Universidad Nacional de Salta lo nombró Doctor Honoris Causa.
En su obra Castilla desarrolla un plan poético que busca hacerse parte activa del paisaje, no con el ánimo de lo bucólico, sino como un punto preciso desde donde mira y nombra al Universo. “Seguramente desde hace muchos siglos el alma de Manuel Castilla vaga por las tierras de Salta. ¿Cómo explicarse, si no, la lucidez, la honda certeza, la bella seguridad con que el Barbudo expresa su Norte?”, dice Jorge Calvetti en la contratapa de un disco. Para cumplir ese plan, el poeta se hace polvo, huevos de iguana, ríos, yuchán y a cada uno le da la palabra. A los habitantes anónimos, los menciona con su nombre y apellido. En esa tarea se vuelve a hacer a sí mismo. Por eso, en El Gozante nos recuerda que es “el niño más viejo de la Tierra”.
“Me parece que hay un antes y un después de Castilla en la poesía de la región. Su obra está vinculada a los poetas vanguardistas de La Carpa, al que fervorosamente se sumó Manuel. Intentaban traducir al paisaje, no por el bucolismo, sino por lo humano. Por eso aparece la denuncia en su obra. En lo personal, me gusta mucho su poesía. Especialmente el manejo rítmico que tiene. Y a pesar de que pasaron más de 60 años de sus primeros libros, siguen teniendo personalidad y vigencia. Aunque el riesgo de quien lo lee, es el de escribir a su modo, lo recomiendo fervientemente”, dice el poeta Carlos Juárez Adazaval, premio Alhambra de Poesía Americana. Miembro de la Academia Argentina de Letras, Santiago Sylvester habló de Manuel en uno de los pocos homenajes que recibió. “Uno piensa que los clásicos son voces lejanas en el tiempo, pero en este caso un amigo mío se ha hecho un clásico”, reflexionó entonces. “Manuel entra en esa categoría porque representa un momento muy importante en la poesía argentina y americana. Por otra parte, actualizó las letras del folclore que antes de él eran ingenuas; bonitas, pero ingenuas. Con él la literatura entró potente en las letras de las canciones, dándole otro nivel al folclore. Yo creo que su poesía se rescata. Pero cómo se rescata la poesía: sin la pompa de los 50 años de Mirtha Legrand. Está en manuales, en antologías, como debe estar. Solo espero que se lo estudie en Salta, en su tierra”.