viernes, 25 de abril de 2014

Arturo Cancela: Uno de los clásicos de la literatura humorística argentina.

Ocupa un lugar de privilegio entre los humoristas argentinos. Ironía, parodia, sátira, pero sobre todo humor fueron los modos de registrar la hipocresía, el engolamiento, la improvisación de la vida nacional. Tres relatos porteños en 1922. Publicó más tarde El burro de Maruf (1925), ensayos; Film porteño (1933), su más ácida sátira política, y dos novelas: La mujer de Lot (1939) y esta Historia funambulesca del profesor Landormy, aparecida en 1944. En ella pone la mira en esos "visitantes ilustres", extranjeros ejemplares bien dispuestos a desentrañar el destino del país y las modalidades del ser nacional, que arribaron a Buenos Aires entre el Centenario y la presidencia de Alvear: Anatole France, Clemenceau, el conde de Keyserling... Cancela introduce al "ilustre" Abel Dubois Landormy, cuyas peripecias sostienen una de las más interesantes novelas argentinas.
Eduardo Wilde, Roberto Gache, Enrique Méndez Calzada, Enrique Loncán comparten con Arturo Cancela la tarea de contemplar con humor al mundo porteño entre fines del siglo XIX y las primeras décadas de éste. Como ellos, Arturo Cancela fue periodista. En las páginas de los diarios fue destilando su humor agudo, rápido en recoger el episodio, la manía, los caracteres, que definían al hombre de su tiempo, apoyado en una filada percepción y en una vasta cultura, casi erudición lisa y llana, pero también en lecturas de Voltaire, de Swift, de Chesterton, de Alphonse Allais...
Cuando ya ha superado la treintena -Cancela nació en 1892- parece decidirse a reunir unos pocos relatos en libro: en 1922 se edita Tres relatos porteños, que obtiene el Premio Municipal de Literatura y un notable éxito de público. Éxito sostenido no solo por su capacidad de satirizar zonas críticas de la realidad de entonces sino también por sus indudables dotes narrativas que merecerían hoy una nueva consideración de su obra.
La parra y la higuera
 D. Bartolomé Gordillo vio la luz por primera vez en Buenos Aires allá por el mes de enero de 1862. Nunca esta metáfora inevitable en las biografías estuvo más justificada que en el presente caso, pues D. Bartolomé nació de día, en el mes más luminoso de Buenos Aires, y en una casa como las de aquel tiempo, visitada constantemente por el sol: diez habitaciones corridas, con dos patios, el último de los cuales sombreado por la parra tradicional y, al fondo, junto con los granados y la frondosa magnolia, la higuera familiar. ¡La parra y la higuera! Como las hadas tutelares de los cuentos de niños, se habían inclinado sobre su cuna y murmurado, al soplo de la brisa vespertina, bendiciones y promesas. Para los padres —pareja romántica de ceñida levita y pomposo miriñaque— aquella agitación de las hojas sobre la cabecita rubia de su primer hijo no significó otra cosa sino que había empezado a levantarse el viento.

—Hay que entrar la cuna —dijo el padre—, empieza la fresca.[1]

—¡Desideria! —gritó la señora, abandonando la mecedora.

Vino la mulata y entre ambas llevaron la pesada cunita desde donde el niño sonreía a los pesados racimos pintones.


Desde aquella su primera salida al patio, el pequeño Bartolomé tuvo dos madrinas ignoradas, dos deidades benévolas que velaron por él con misteriosa fidelidad. De niño, sus frutos le hicieron conocer la inquietud del deseo, la dicha efímera del goce. De joven, su sombra alivió su cabeza trastornada por la declinación de los casos latinos y las miradas profundas de las bellas porteñas. De hombre...

No hay comentarios:

Publicar un comentario