Marcos Zucker andaba por la vida con esa mueca de gracia tan suya y una pena en el alma. Más de una vez
—y muchas fueron luego de la desaparición de uno de sus tres hijos durante la dictadura— deseó su propia muerte. Y se animó a dibujarla en el aire con frases como "el día que me vaya, pocos se darán cuenta, serán unos cinco o seis... No es que no me sienta querido, es que los que podrían llorarme ya no están. Y, además, para ese día no querré lágrimas: me gustaría un aplauso cerrado". A unos meses de esas palabras, Zucker murió en su casa de Barrio Norte, cuando un paro cardíaco le frenó la vida, que ya andaba a paso lento, con 82 años y una pena de ésas que no se olvidan.
Con un cuadro clínico que cada tanto lo sorprendía con dolencias cardíacas e intestinales, el actor había sido internado varias veces desde hacía cuatro años. Durante la última entrevista con Clarín bromeaba sobre las cinco pastillas que debía tomar y su vieja medida diaria de whisky que ya no debía tomar. Su médico de cabecera se la había prohibido a principios del 2000. Y Zucker se ufanaba de que el líquido no bajara la línea de birome que su mujer había grabado sobre el vidrio a modo de control.
"Okey, el alcohol lo entrego, las chuchis no. No se puede vivir sin vicios", sostenía el hijo de inmigrantes polacos, criado en las calles empedradas del Abasto. Cuando hablaba de las chuchis hablaba de las carreras de caballos. "Su perdición", acotaba en medio tono Susana, su mujer desde hacía 10 años. Apostar por un galope desenfrenado era parte de su rutina diaria y no siempre pasaba luego por ventanilla. "Debe ser feo ser siempre un ganador", tiraba como chascarrillo repetido.
Chascarrillo, por otra parte, que usó más de una vez en los últimos años, cuando conseguir trabajo como actor le costaba más de la cuenta. Muchos "no", varios bolos (mínimas apariciones en pantalla) y algún que otro papel chico, como el "viejo buenazo" que le tocó en "Angel, la diva y yo", la película de Pablo Nissenson. Para esa misma época, mediados del 2000, también lo llamó Víctor Laplace para que formara parte del elenco de su opera prima, "El mar de Lucas": en ese papel "decía algo así como acá, a cuatro cuadras. Respondía eso. Era chiquito, pero era trabajo".
En 76 años de carrera, su mejor época laboral la vivió en los 60, cuando el teatro, el cine y la TV lo tenían en varios elencos simultáneamente. Su mayor huella la dejó su paso por "La tuerca", con una nutrida galería de personajes y un animarse a probar suerte con la improvisación en cámara, que por aquellos años era toda una osadía. Y él supo salir airoso.
Así como rápidamente encontraba un título de programa o de película para recordar sus éxitos, tampoco le quitaba el cuerpo a hablar de sus malos tragos en la actuación: "Cuando me sacaron de "Cebollitas" (2000) me sentí mal. La falta de respeto me duele. Y que los productores jóvenes no conozcan a los actores de mi generación no es culpa nuestra", se quejó más de una vez. Se sentía desplazado, aunque insistía en presentarse en las productoras cuando sabía que buscaban un abuelo.
Dueño de una memoria prodigiosa que sólo empezó a flaquear cuando cumplió los 80, recordaba con mucha precisión sus inicios en la actuación, cuando apenas tenía 6 años: "Estaba en la compañía infantil de Angelina Pagano. Me acuerdo que en un patio criollo canté las estrofas de Garufa. Por eso los pibes del barrio me llamaban Garufa... Hasta que cumplí los 20 y eso ya sonaba feo".
Admirador de Carlos Gardel y bien entonado para entrarle —sólo en reuniones de amigos— al dos por cuatro, formó parte de esa compañía teatral hasta la adolescencia. Luego se inclinó por el teatro de revista y bien entrada la década del 50 alternó con el cine y la televisión. Varias estatuillas daban cuenta de sus cosechas en festivales y entregas de premios. De todos, él siempre destacaba el Trinidad Guevara que recibió en 1998 y le valió —amén de la pensión vitalicia en pesos— una ovación de sus colegas durante más de cuatro minutos.
Hasta su paso por las películas de Laplace y Nissenson, había estado cuatro años sin trabajar. De ahí para acá tampoco pasaba letra ajena: sólo se lo veía en la televisión como invitado de los magazines de la tarde. Se lo solía presentar como "una gloria de la TV". En una TV que, curiosamente, lo tenía de prestado.
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