Se cumple un nuevo aniversario de la muerte del compositor y bandoneonista Astor Piazzolla, fallecido en Buenos Aires, el 4 de julio de 1992; el músico argentino más importante del Siglo XX y un artista que se enfrentó a la incomprensión del mundo del que había surgido, el tango. Vivió esa confrontación sin hacer concesiones, un verdadero innovador que por encima de todo, creyó en su talento.
Nació el 11 de marzo de 1921 en Mar de Plata en el seno de una familia italiana que emigró en 1925 a la llamada Little Italia, en Nueva York. Un barrio duro, hogar de la mafia italiana y en la que Piazzolla creció y donde se hizo una “respetable” fama a fuerza trompazos, aunque sin duda buena parte de su tiempo libre, que al parecer era mucho ya que sus padres trabajaban hasta los domingos, lo dedicaba a escuchar música. Esa temeridad que evidenciaba en su infancia la tuvo también a la hora de componer y romper con la sólida tradición tanguera, unos de los mayores valores porteños. Sobre este asunto le diría El País, de Montevideo, en 1988: “Aquel era un mundo de pobreza, solidaridad entre paisanos, Ley Seca y mafia y yo era un peleador que echaban de las escuelas y que andaba mucho por la calle. Tengo que reconocer que ese ambiente me hizo muy agresivo, pero también me dio la dureza suficiente para enfrentarme al mundo y sobre todo a los escándalos que generaría mi música”.
Cuando su padre, Vicente, a quien Piazzolla llamaba Nonino le regaló su bandoneón, en 1929 definió su futuro; ni boxeador, ni promotor, ni jugador profesional, sería músico. Más inclinado al jazz que al tango que cada noche Nonino escuchaba, comenzó sus estudios de teoría y solfeo con un profesor italiano del barrio de quien aprendió a hacer una deliciosa salsa de tomates. Con doce años, tomó clases con el profesor húngaro Bela Wilda, con quien “aprendí a amar a Bach”, recordaba Astor.
En enero de 1935, viviendo en Nueva York, Piazzolla conoció a Carlos Gardel que, fascinado por la personalidad de este novel bandoneonista pidió incluirlo en el papel de canillita en el rodaje de la película El día que me quieras. Lo que cuenta la historia es que el día antes de partir rumbo a Colombia -país en el que Gardel encontraría su trágico final- para seguir su gira, hubo un asado en que un adolescente Piazzolla acompañó al zorzal criollo en lo que él mismo llamó su bautismo de fuego.
La familia regresó a Mar del Plata en 1937 donde el tedio –según sus palabras- hizo su vida insoportable hasta que escuchó en la radio al violinista Elvino Vardaro y su sexteto y descubrió que el tango podía tocarse de otra manera. Al poco tiempo se mudó a Buenos Aires; tenía 17 años.
Apenas llegado, consiguió un lugar en la gran orquesta del bandoneonista Aníbal Troilo y en 1941 comienza a estudiar composición con Alberto Ginastera, músico que se convertiría en uno de referentes de la vanguardia de la música contemporánea en la Argentina; dos años después estudia piano con Raúl Spivak y en 1944, abandona a Troilo y arma su sexteto con Francisco Fiorentino como cantor; será su primera experiencia como compositor y orquestador en las que se perfila de manera clara un mundo armónico poco transitado por el tango. Sus temas y arreglos tienen un aroma renovador y la escena tanguera ya comienza a sospechar su falta de pureza.
Un artista del nivel de Piazzolla y su revolucionario enfoque es lógico que atraviese un camino plagado de incertidumbres. Con 28 años sufre un cambio importante en su aproximación a la música; disuelve su grupo, abandona el bandoneón y se dedica a escribir y a escuchar jazz y, especialmente, a dos gigantes del neoclasicismo como Stravinsky y Bartok. Buscaba su propio lenguaje, necesitaba un vocabulario amplio para expresarse en libertad y pensaba que estaba por fuera del tango; con este espíritu compone Contrabajeando, Para lucirse, Triunfal y Tanguango y un poco después, en 1952, escribe una obra de tres movimientos Buenos Aires, con la que ganará una beca para estudiar con Nadia Boulanger. La obra se estrenó en el auditorio de la Facultad de Derecho, dirigida por el francés Fabien Sevistzky para orquesta sinfónica y dos bandoneones y que generó una pelea escandalosa, donde no faltó algún sillazo, entre los clásicos, ofendidos por contaminar una sinfónica con bandoneones, y los modernos, defensores a ultranza de estas propuestas.
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